En Apartadó hay cinco parques, todos más o menos iguales. Ninguno ostenta el título de parque principal. En el recién remodelado Parque de los Artistas, el cual la gente sigue llamando por su antiguo nombre, Parque de los Bomberos, hay pocos árboles, mucho asfalto y una cancha polideportiva en la que a esta hora juegan fútbol unos niños.
Aunque son las diez de la mañana, ya hay varias picós encendidos en los negocios aledaños: en los talleres de mecánica y tiendas de ropa suena reguetón, vallenato y exótico chocoano a todo volumen. A unos pasos de la cancha está la Ciudadela Educativa y Cultural Puerta del Sol, un espacio público con una oferta variada de clases de música, teatro y danza.
El salón de Elimelec Núñez queda al fondo de la Ciudadela, escondido detrás de una puerta difícil de encontrar para el que no conozca. Las personas que él se encuentra camino al salón —unos transeúntes, la portera y un par de funcionarios— lo saludan con efusividad y lo llaman Profe.
Elimelec me muestra el salón de danza y me explica que aún faltan cosas por hacer. Casi todos los espejos se quebraron y no han tenido presupuesto para instalar las barras. Como no hay ventanas, la única forma de permanecer adentro sin “cocinarse” es con dos aires acondicionados encendidos. El Profe los prende, cierra el salón para que se vaya enfriando y salimos a buscar desayuno. Vamos a hablar de lo que fue, pero aquí en la Ciudadela, dice, nadie conoce su pasado.
Elimelec Núñez, el tercero después de su abuelo y su padre, nació en el campamento de una finca bananera llamada Merila, en el corregimiento de Currulao, municipio de Turbo, hace 33 años.
A finales de la década de los ochenta y principios de los noventa, la guerrilla y los paramilitares se disputaban el control del territorio bananero. Currulao, que queda en la vía entre Turbo y Apartadó, era uno de los principales focos de violencia.
En 1991, según registró el periódico El Tiempo, las FARC-EP asesinaron a tres personas en el corregimiento, entre ellas, un vigilante de la finca La Toyosa.
“Dicen que uno de pequeñito no se acuerda de las cosas, pero uno sí se acuerda. A uno le quedan secuelas de las vainas que pasan”. Elimelec tenía tres años y, aunque no puede reconstruir la escena completa, sí guarda la imagen de los tres hombres amarrados afuera de la escuela y de los guerrilleros que les dispararon a quemarropa en frente de la población.
La familia Núñez decidió dejar la finca bananera y se trasladó al barrio Policarpa, en el casco urbano de Apartadó. “Le decíamos Poliplomo”, cuenta Elimelec, “porque todos los días mataban. En ese barrio vivo yo”. Ya no es Poliplomo, dice, pero sigue siendo un barrio complejo.
En 1996, Policarpa era un barrio de invasión habitado en su mayoría por simpatizantes de la Unión Patriótica y del Partido Comunista, escribió El Tiempo en una nota de registro de una masacre que ocurrió allí. Elimelec tenía ocho años, pero como era un niño macizo, alto y peleón, de piel negra como su padre, parecía de más edad.
Ahí en Policarpa, durante una incursión armada, un paramilitar conocido como Franklin se fijó en él. Le dijo que si no se iba con ellos, le mataban a alguien de la familia. Elimelec obedeció. Siguió a Franklin a pie hasta los lados del hospital. Lo montaron en el volco techado de una camioneta en la que se encontró varias caras conocidas: eran otros veinte niños y muchachos que vivían en el barrio, de los que hoy solo quedan vivos dos.
Era de noche y no podía ver el camino. Elimelec solo supo que los sacaron por San Pedro de Urabá y que, cuando menos pensó, llegaron a Cali. Ahí pasaron el día encerrados, y por la noche volvieron a arrancar. De Cali se fueron para Tuluá, la noche siguiente viajaron a Monteloro y de ahí subieron a Las Lomas, donde estaba el campamento. Los había reclutado el Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
El entrenamiento militar estaba a cargo de unos estadounidenses y empezó tan pronto como llegaron a Las Lomas. Elimelec aprendió a manejar todo tipo de armas. Allí recibió su primer fusil: una AK47 cachepalo —o con culata de madera— que no podía desamparar un segundo. También le asignaron la M-79 del escuadrón: una escopeta lanzagranadas que apodaban True Fly y que fue usada por primera vez en la Guerra de Vietnam.
En el campamento también recibieron instrucciones políticas, y el comandante a cargo, apodado Harold, le enseñó a leer y escribir. Harold lo adoptó como si fuera su hijo y le dijo que si quería tener un futuro distinto, nadie podía ver su rostro. “Por eso yo siempre andaba encapuchado y armado de punta a punta”, recuerda. También debía elegir su “chapa” para esconder su verdadero nombre: Elimelec se nombró Félix, como el gato de la televisión.
A los dos meses, Félix ya conocía al comandante Mario, a Cero Ocho, a Cero Nueve, al Indio, al comandante Javier. Y no mucho después, su escuadra pasó a manos de Salvatore Mancuso, quien arrancó con ellos para los Llanos a pelear la guerra contra los Buitrago —los creadores de las Autodefensas Campesinas del Casanare que se habían distanciado del mando central de las AUC—.
Félix pasó más de cinco años apuntando su fusil aquí y allá, siguiendo las órdenes de sus superiores, por crueles que fueran. En ese tiempo lo ascendieron a escolta de Manomocha y después a comandante de escuadra: el máximo escalafón que logró en su carrera paramilitar.
Entonces, sin que lo estuviera esperando, llegó la hora de volver. “Me dijeron: 'usted se va para su tierra'. Y yo: '¡oooombe!'. Yo quería venir y a la vez no”, dice Elimelec.
Desde la noche de 1996 en que Franklin se lo llevó, Elimelec no había hablado ni una sola vez con su mamá. Él le mandaba recados con terceros para hacerle saber que estaba bien mientras ella lo buscaba por cielo y tierra: “Iba a unas partes que yo decía, uau, ni yo mismo…”, dice.
Elimelec la había tenido en el teléfono, al otro lado de la línea, diciendo “¿Aló?”, y no había tenido el valor de contestarle el saludo porque habría tenido que responder a las preguntas difíciles: "¿dónde había estado todo este tiempo? ¿Por qué se fue con esos hombres? ¿Por qué no intentó volver?"
Regresar a Apartadó implicaba seguir haciendo su trabajo en un escenario urbano y a la vista de todos. Elimelec no quería que su familia ni la gente de Policarpa supieran en qué se había convertido, pero Félix había aprendido de Harold el arte de la discreción y gracias a eso pudo pasar desapercibido. “Cuando iban a joder a alguien del barrio yo los mandaba a sacar. En los barrios nada de nada porque después hubieran pensado que era yo”, recuerda.
Elimelec logró camuflarse tan bien que cuando tenía 15 años y ya llevaba dos trabajando como “urbano”, una amiga lo invitó a un ensayo de danza. “Me quedé afuera sentado viendo bailar. Me decían: ‘Vení a bailar’, y yo: ‘Qué voy a bailar eso, eso es pa’ locas’. Me daba pena”. Diógenes, el profesor del grupo, lo convenció para que saliera a la pista. Y aunque nunca en su vida había bailado, y menos al frente de otros, la cumbia le fluyó dócil por el cuerpo, como si fuera parte de su propia sangre. Por primera vez se sintió libre.
Al otro día tuvo su primera presentación. Fue en la Casa de la Cultura de Apartadó, frente a una asociación de desplazados del municipio. Aunque no sabía muy bien lo que estaba haciendo, le pareció “sabroso”. Elimelec siguió a sus nuevos compañeros por el escenario con los pasos pequeñitos y contenidos de la cumbia, quebrando la cadera con la misma sutileza que exige caminar por el monte con la carga al hombro sin llamar la atención del enemigo. “Desde ahí comencé en el mundo artístico, pero al mismo tiempo seguía en lo que estaba. Yo entrenaba, bailaba y hacía mi trabajo, que era seguir órdenes”, dice.
En 2005, las AUC firmaron el acuerdo de Justicia y Paz con el gobierno colombiano y a Félix lo llamaron a reportarse en Tuluá. Elimelec aún era menor de edad y sabía que las autoridades no tenían ningún rastro de él. “Si me entrego me mandan para esas vainas de infancia y adolescencia y eso lo que va a hacer es dañarme la hoja de vida”, les dijo a sus superiores, y les pidió que lo dejaran ir como si los últimos nueve años de su vida no hubieran ocurrido.
Sin uniforme ni pasamontañas, el comandante de escuadra de 17 años emprendió solo un viaje a pie por las trochas de Colombia, y como si hubiera sido una especie de purga de su vida pasada, cuando llegó a Apartadó, Félix ya no existía.
La segunda diáspora de Elimelec empezó de la misma manera: alguien se fijó en él.
Después de volver de Tuluá, el grupo en el que bailaba se acabó y él y un amigo decidieron montar un nuevo grupo que Elimelec terminó dirigiendo. “Yo ni sé qué mamarrachos hacíamos, pero todo salía. Los montajes quedaban bonitos”, dice.
Una vez, durante una presentación, un profesor de San Juan de Urabá llamado Marino Sánchez se fijó en él. Sánchez lo invitó a bailar con él a un grupo de Necoclí, “y yo ni corto ni perezoso me fui para allá, porque necesitaba aprender más”.
Elimelec terminó siendo uno de los bailarines élite del grupo de proyección que ganó cuatro años seguidos el Festival Nacional del Mapalé. Y cuando ya estaba cansado de ser el mejor y de bailar siempre lo mismo —lo saturaron tanto de mapalé que ahora ni le gusta montarlo— unos delegados del Ballet Folklórico de Antioquia lo invitaron a hacer parte de la escuela en Medellín.
En el Folklórico estuvo tres años en los que además se estrenó como “profe”. Cuando cumplió 21, unos profesores cubanos lo vieron bailar en el Teatro Metropolitano de Medellín y le propusieron irse para la isla.
En el Ballet Nacional de Cuba estuvo dos años aprendiendo danza afrocontemporánea y otras técnicas como el ballet, que le sacó canas y nunca llegó a ser su fuerte. Luego estuvo nueve meses en Fort Worth, Texas (EE. UU.); ocho en Venezuela, cinco en Ecuador y un año en Panamá, donde estuvo a cargo de la creación de un grupo de danza folclórica colombiana.
Pasar por tantas compañías le enseñó a ver sus errores e identificar el origen de los movimientos que antes creía propios de los afrocolombianos. Conoció nuevos ritmos, nuevas técnicas y a cientos de bailarines que son “unos caballos”, que es como Elimelec llama a las personas que son excepcionalmente buenas en lo que hacen. Luego, volvió a Urabá a tratar de darles a otros niños y jóvenes la segunda oportunidad que a él le dio la vida.
Hoy, Elimelec Núñez es profesor de danza en la Ciudadela Puerta del Sol, director del grupo de proyección Diáspora y de otros cuatro semilleros de jóvenes bailarines de las veredas del municipio. Les enseña ritmos folklóricos, pero también bailes contemporáneos como el reggae o el exótico, un género relativamente nuevo que es la locura en el Chocó. Y con el grupo de niñas pequeñas, las clases son de ballet clásico.
Sin embargo, más que formar bailarines, lo que Elimelec quiere es evitar que otros niños vivan lo que él vivió. Sueña con una Casa Diáspora que sea una embajada de los ritmos afros y folklóricos de Urabá, así como un refugio para los jóvenes en riesgo de reclutamiento.
“Muchos de los [paramilitares] que se desmovilizaron hacen parte de esos grupos que hay ahora y que son más pesados todavía”, dice Elimelec. “Como ellos lo conocen a uno, me dicen: ‘Vea, tal muchacho tuyo está así y asá, habla con él o lo ajuiciamos’. Si está muy caliente, toca sacarlo. Yo mando a los pelaos pa’ Medellín o pa’ donde algún familiar lejos, y si no hay plata vendo algo mío…”.
Mantenerse al margen del conflicto no ha sido fácil, sobre todo después de haber elegido una carrera corta y que paga mal. Elimelec no extraña el poder que tenía con su fusil y su capucha, pero muchas veces siente algo adentro, como una pulsión violenta, que quiere salir y apoderarse de él.
De alguna manera, el escenario se parece al campo de batalla. Ambos, bailarín y guerrero, deben tomar decisiones en caliente y procurar que sus cuerpos reaccionen en apenas un instante. Si el bailarín falla, puede arruinar el show o lesionarse gravemente. Si el guerrero falla, se convierte en un blanco fácil para el enemigo. Es una vieja premisa de la improvisación: "el que piensa, pierde".
Pero Elimelec piensa mucho. Piensa en sus culpas y en sus deseos. Piensa en los muchachos que bailan con él apretujados en los dos extremos del salón donde aún quedan espejos y piensa que la vida da muchas vueltas.
Su mayor temor es que cualquier cosa —una riña, una venganza, una mala decisión— lo vuelvan a llevar por el camino de la violencia. Entonces respira, se aleja, hace una pausa y recuerda que Félix quedó enterrado en alguna trocha entre el Valle y Urabá: ahora y hasta que se muera quiere ser el hombre que danza.