Raúl Estupiñán conocía muy bien el Nudo de Paramillo, y sabía que cualquier cosa podía pasar. El combate había iniciado a las 8 de la mañana, en un sector llamado Santa Rita, en el municipio de Ituango, cuando un grupo de soldados que estaba haciendo reconocimiento de la zona se topó con los guerrilleros del Frente 18 de las FARC-EP.
En 2014, el Ejército tenía en el Paramillo una unidad de fuerzas de tarea y varias brigadas móviles. Raúl no trabajaba con ninguna en específico, sino que iba a donde necesitaran su ayuda, y justo él, era el enfermero de combate más cercano cuando los soldados de Santa Rita pidieron refuerzos. Cargó su fusil, su equipo médico y salió de la base con un puñado de compañeros.
El Nudo de Paramillo es un accidente geográfico de la Cordillera Occidental que sirve de límite natural a los departamentos de Córdoba y Antioquia, y que alcanza los 3.730 m s. n. m en el cerro de Paramillo. En la zona en la que estaba no había carreteras, ni trochas, ni caminos: apenas un bosque húmedo plagado de rocas filosas de hasta ocho metros, y raíces colosales que hacían lento y peligroso el avance de los socorristas. Además, llovía y hacía frío.
Pero los obstáculos naturales no eran su mayor preocupación. En el Paramillo, Raúl atendía cada día hasta siete heridos, y la lesión mínima era una pierna mutilada. Estaban caminando sobre uno de los campos minados más agresivos de Colombia.
Dos horas después, cuando recién se acercaban a las coordenadas que les habían indicado, escuchó la explosión, y tras el bang, sintió un golpe en el estómago. A su alrededor sonaban disparos. Nunca había recibido un balazo en el cuerpo, pero supuso que ese golpe había sido el impacto de un proyectil en su espalda. Su primera reacción fue defenderse, atacar a quienes lo habían atacado para ocuparse después de su herida.
Alzó su fusil y disparó: entre los árboles, en las sombras, a ese lugar indefinido donde se supone que está el enemigo. Cuando vio que sus compañeros podían ocuparse de replegar a la guerrilla, miró la sangre que manaba a chorros en donde antes había estado su pie derecho. Entonces supo que había sido una mina, y no una bala, y se sintió agradecido: para todo lo que había visto en la guerra, perder solo un pie era salir bien librado.
Raúl se hizo un torniquete para controlar la hemorragia y esperó a que sus soldados ahuyentaran a los guerrilleros. Si el herido hubiera sido otro, y no él, habría llamado por radio a la doctora que le daba instrucciones sobre medicamentos delicados para preguntarle cuánta morfina podía usar. La doctora le habría contestado que le pusiera dos miligramos, muy despacio, vía intravenosa y con solución salina, y que la llamara luego a contarle cómo avanzaba el paciente.
Esta vez, como el que había pisado una mina era él, y solo él podía saber que su pie ausente había rebasado por mucho cualquier dolor que hubiera sentido antes, les pidió a sus muchachos que buscaran una jeringa y una aguja en su equipo médico y que le inyectaran la morfina de tajo, directo en la pierna. Varios de esos muchachos habían sido sus estudiantes en los cursos de primeros auxilios, y Raúl cree que si hubiera sido egoísta con sus secretos, probablemente habría perdido la vida.
El combate de ese día fue tan intenso que a las 10 de la noche, cuando lo sacaron de la zona en un Black Hawk del Ejército, el helicóptero despegó en medio de los disparos que aún salían de la espesura del bosque. Lo trasladaron a Montería y de inmediato entró al quirófano. A la mina le habían puesto materia fecal y la infección ya le llegaba al hueso. Tuvieron que cortar más arriba, en la mitad del camino entre la rodilla y el tobillo.
Raúl se culpaba. Siempre había soñado con llegar a los veinte años de servicio, como su hermano, y retirarse del Ejército para trabajar en una empresa de ambulancias o como instructor de primeros auxilios. Ya llevaba quince y casi sin un rasguño. Nunca había imaginado otro futuro posible, incluso aunque sabía que muy pocos soldados logran la edad de retiro con sus cuerpos completos.
Desde niño, Raúl había querido ser soldado por las hazañas de los Magníficos. Los veía en el televisor de su casa en Los Libertadores, un barrio pobre al suroriente de Bogotá, en la salida hacia Villavicencio, y al verlos soñaba con saltar de un avión en movimiento, con empuñar un arma y disparar al enemigo en nombre de la justicia.
Por un tío que era casi un papá para él, luego por un primo y también por su hermano mayor —los tres soldados profesionales del Ejército Nacional de Colombia—, supo que todo eso era posible. Se enlistó como bachiller en enero del 2000, pero cuando contó en su casa, su familia se burló. “No tiene el temple”, dijo su abuelo, y le auguró no más de una semana en las filas antes de querer desertar.
Unos días después, Raúl viajó a Tolemaida. Era un muchacho bajito y flaco, de piel trigueña y rasgos muiscas. El primer uniforme le quedó grande: casi que podía nadar en él. Y en vez del fusil que añoraba, recibió un rastrillo para limpiar las hojas que caían en el campo de entrenamiento. Le entregaron también una escoba, un balde y un trapeador: los mismos utensilios que usaba su mamá para hacer oficio en la casa. “Estas son sus armas”, le dijeron.
Su misión se limitaba a asistir a los soldados profesionales que iban y venían del combate. Debía cargarlos de provisiones, cocinar para el batallón y encargarse del mantenimiento de las instalaciones. Cuando terminó el año de servicio y volvió a la casa de su madre, Raúl no había sostenido un fusil sino para la ceremonia y aún le costaba levantarse a tiempo para estar bañado y vestido a la hora de la revisión. Entonces decidió regresar a Tolemaida a seguir con su carrera militar, ahora sí en serio, hasta demostrar a su familia que era un hombre capaz de todo.
A los tres meses de entrenamiento como soldado profesional, Raúl llegó a la enfermería táctica y se enamoró del oficio por la posibilidad de ayudar. “Yo siempre he sido una persona muy social, muy compichero”, dice. Y en la guerra, el enfermero es amigo de todos. Es el que les da un acetaminofén si tienen dolor de cabeza, es el que les dice qué tomar si el estómago está revuelto, y también el que les hace un torniquete en pleno combate, con las balas zumbándole al oído, para que no se vayan a desangrar.
En la soledad de la selva -y del páramo y del desierto-, el enfermero es el último bastión en la defensa de la vida. Aun así, asumir las labores del cuidado que la sociedad ha dejado por siglos en manos de las mujeres tiene su costo en una institución como el Ejército. Mucho más antes que ahora, el enfermero era visto como el punto débil, el marica, la niña, la enfermera. Y no faltaban los chistes, por supuesto. Pero eso a Raúl lo tenía sin cuidado: desde el primer combate supo que el enfermero era tan soldado como cualquiera y, que eventualmente, la mayoría de esos que se burlaban de él, iban a necesitar de su ayuda.
“Ser enfermero de combate en un país como Colombia implica que tengas que ver niños sin piernas, gente sin genitales, gente sin ojos, campesinos mutilados, implica que tengas que ver los pedacitos de lo que era una persona, que tengas que escuchar los lamentos de los soldados diciéndote ‘por favor no me deje morir’, y, que desafortunadamente, esa persona fallezca y te quedes pensando: ¿sería culpa mía?, ¿será que lo dejé morir?", dice Raúl.
Días después de pisar la mina, mientras se recuperaba en el Hospital Militar de Bogotá, Raúl miró su cuerpo desnudo en un espejo y se vio deforme. Sentía que estaba al borde de un abismo y que al frente no había más que niebla. Estaba deprimido, aunque tratara de sonreírles a su mamá y a sus hermanos. ¿Qué sería de su vida, si no podía estar en combate? ¿Qué podía hacer en la calle un exsoldado incompleto?
El camino fue el teatro, que lo acercó a eso que lo había llevado a la guerra y que hoy es su proyecto de vida: el cine y la televisión. En 2016, la famosa actriz y directora Alejandra Borrero lo invitó a participar en Victus, un proyecto de Casa Ensamble con víctimas y excombatientes del conflicto armado. Allí, sobre un escenario sin público, en el primer encuentro de los actores, Raúl se enfrentó con hombres y mujeres en un contexto distinto a la guerra, sin saber qué papel habían jugado. Escuchó sus historias, sus temores y sus deseos, y solo cuando sintió admiración por ellos, supo que fueron guerrilleros y paramilitares que pudo haber matado con una bala de su fusil.
Después de la guerra, Raúl aprendió a ser un hombre sensible, que no tiene miedo de llorar en público. Aprendió a definirse por lo que es y no por sus títulos militares. Aprendió a caminar, correr, escalar y saltar con una prótesis. Se dejó crecer el cabello indio hasta la mitad de la espalda y se casó con la convicción de que su esposa no le pertenece. Viajó por Colombia y por el mundo contando su historia, pero sin buscar condescendencia: quiso convertir su pie mutilado en una prueba de la barbaridad del conflicto. Y tras el Acuerdo de Paz, visitó las zonas veredales dando talleres de medicina táctica a soldados y excombatientes de otros grupos.
“La violencia en Colombia ha sido un juego absurdo de muerte y sangre. Yo tengo una amiga excombatiente a la que le digo que si ella y yo nos hubiéramos encontrado antes, hace unos años, nos habríamos matado. El absurdo es que nos hubiéramos perdido la posibilidad de conocernos como nos conocemos hoy. ¿Cuántas oportunidades perdimos de conocer otras personas porque eran enemigos que nos habían impuesto?”, se pregunta.
Esa respuesta no la tiene, como tampoco sabe cuántas de las balas que disparó dieron en el blanco ni qué habría pasado si no hubiera ido al combate en el Paramillo. Lo que sí sabe es que, si volviera a nacer, tomaría de nuevo las decisiones que lo han llevado a convertirse en un hombre capaz de aceptarse y mostrarse vulnerable. Volvería a Tolemaida en calidad de soldado en entrenamiento. Aprendería otra vez los secretos del cuerpo para salvar vidas en las condiciones más difíciles. Compartiría esos conocimientos con sus estudiantes y volvería a pisar la mina que lo obligó a retarse y a construir un nuevo Raúl Estupiñán.