La escena ocurre en un barrio pobre de alguna localidad del sur de Bogotá, aunque también podría tener lugar en una comuna popular de Medellín, los cerros de Siloé en Cali o los bajos del viaducto de Dosquebradas, a las afueras de Pereira. El camión está parqueado a la salida de una estación del Transmilenio —o del metro o del MIO o del Megabús—, repleta de trabajadores que a esta hora regresan a casa.
Cada vez que llega un bus articulado y las personas salen en cardumen de la estación, los soldados se ponen en guardia para detener a los hombres más jóvenes. Adentro empieza a correr el rumor de la batida y algunos —los más ágiles— logran escabullirse. Un muchacho también lo intenta, pero apenas pone un pie en la calle lo aborda un militar.
—¿Nombre?
—Alejandro Parra.
—Señor Parra, muéstreme su tarjeta militar.
—No tengo —responde.
Alejandro tiene 20 años y el pelo lacio y oscuro le llega casi a la mitad de la espalda, como muchos metaleros. Estudia Ciencias Sociales en la Universidad Distrital, aunque hace dos años, cuando se graduó del colegio, quería estudiar Diseño Gráfico.
—¿Se puede saber por qué? —pregunta el soldado.
En 1999 Alejandro estudiaba en “un colegio público super complicado donde terminaban los muchachos que echaban de otros colegios”. Allí, el matoneo, los robos y las peleas eran parte de la cotidianidad.
Él venía de un colegio salesiano con buen rendimiento académico. Lo habían expulsado por problemas con los rectores, a los que solía confrontar por las órdenes y normas que él consideraba absurdas. No tenía que esforzarse mucho para sacar buenas notas, pero para defenderse usando violencia física no tenía ni talento, ni agallas, ni voluntad.
Alejandro evitaba las confrontaciones y trataba de ser chistoso para caer bien. Incluso ayudaba a otros estudiantes de décimo y once con sus tareas para ganar aliados que pudieran salvarlo si se metía en problemas. Estando casi por graduarse, dos amigos suyos volvieron del servicio militar. “Usted no tiene idea de lo que le va a pasar”, le dijeron. “Le toca humillarse, y a uno que es pobre, peor”.
Alejandro no se veía a sí mismo al servicio de una institución como el Ejército, en la que estaría obligado a seguir órdenes sin cuestionarlas. No era el hombre valiente que sube la voz y pone el pecho en los conflictos, ni el guerrero enceguecido por la rabia que ve en todos un enemigo, sino ese hombre discreto que se defiende y ataca con la palabra y que puede herir, sí, pero nunca el cuerpo del otro.
No estaba hecho para la guerra y todos en su casa lo sabían, pero su familia no tenía con qué costear una de esas libretas que algunos militares tramitan con trampas a muchos bachilleres de estratos medio y alto.
Fue por esos días que, por casualidad, un cliente de su papá les habló por primera vez de la objeción de conciencia y, antes de que se acabara el año, ya estaba navegando el barco que no solo lo libraría de la guerra, sino que también lo llevaría a encontrar su vocación.
—Porque soy objetor de conciencia —le responde Alejandro al soldado, tratando de conservar la calma.
La objeción de conciencia es el derecho que tienen los ciudadanos a oponerse al cumplimiento de un deber que choca con sus convicciones religiosas, filosóficas, éticas, políticas, humanitarias o morales.
En Colombia, la libertad de conciencia está consagrada en el artículo 18 de la Constitución, pero la objeción contra el servicio militar obligatorio, que viene de ese derecho, tuvo que recorrer un largo camino por la jurisprudencia hasta que finalmente fue regulada por la Ley 1861 de 2017, o Ley de Reclutamiento.
Aunque el militar que abordó a Alejandro había escuchado alguna vez el término, pensaba que solo aplicaba para los jóvenes que por religión tenían prohibido empuñar un arma.
—Señor Parra, súbase al camión —le ordena el soldado, pero el muchacho no obedece. Alejandro se queda quieto, con el estómago revuelto y las manos mojadas por un sudor frío.
A finales de los noventa, cuando inició su proceso, la Corte Constitucional aún no se había pronunciado sobre el derecho a la objeción de conciencia contra el servicio militar —lo haría por primera vez en la sentencia C-728 de 2009, en la que le ordenó al Congreso legislar sobre el tema— y había muy pocos antecedentes de jóvenes que habían hecho su declaración, aún sin resultados positivos.
Alejandro buscó asesoría en Justapaz, una organización de la Iglesia Cristiana Menonita que trabaja por la promoción de los Derechos Humanos y que, entre otras cosas, presta servicios de acompañamiento jurídico a los objetores de conciencia.
En Justapaz le explicaron que debía escribir una carta con sus razones para ser objetor y presentarla ante la Oficina de Derechos Humanos del Ministerio de Defensa, el Comando Central de Reclutamiento y Control de Reserva, y el Distrito Militar. Esos motivos, además, debían ser profundos, fijos y sinceros, y ahí era donde estaba el truco: ¿cómo se puede medir la profundidad de la conciencia? ¿Cómo pretender que los hombres no cambien de convicciones, si la transformación es parte del ser humano?
“Algo curioso es que el Ejército tiende a no cuestionar a los jóvenes que se declaran objetores por razones religiosas, porque sería muy complicado”, dice Alejandro. “‘Es que escuché el llamado de Cristo que me decía que no tomara las armas’. ¿Qué le van a decir? ‘Cuando hablaste con Cristo, ¿en qué tono te habló?’ Pero sí cuestionan las razones como las mías, que son más de orden filosófico, político y humanitario”.
El primer borrador de su declaración estuvo listo en una semana. En la carta, Alejandro argumentaba, a punta de datos históricos, que el Ejército hacía parte del espiral de violencia en la que estaba atrapada Colombia desde la Guerra de los Mil Días, y que además había sido protagonista de incontables denuncias por violaciones a los derechos humanos y alianzas con el paramilitarismo. Él, que no creía en la guerra como medio para resolver conflictos, no podría hacer parte de una institución así.
En Justapaz, la abogada Maricely Parada, actual representante legal de la Acción Colectiva de Objetores y Objetoras de Colombia (Acooc) —de la que Alejandro hace parte—, le dijo que sus argumentos de orden histórico estaban bien, pero que le faltaba hablar más de su experiencia personal.
Alejandro incluyó entonces una confesión que hoy entiende como parte del proceso de construcción de su masculinidad, pero que en ese momento escribió desde su intuición, desde lo que sentía y lo que otros veían en él: era un hombre que tenía miedo.
Había nacido en una familia pobre, que fiaba comida en la tienda y se mudaba frecuentemente en búsqueda de trabajo. Su papá para esa época era un “mecánico humilde, maltratador y alcohólico”, dice Alejandro, y muchas veces tuvo que pararse entre él y su mamá para defenderla de sus gritos e insultos. Él era el segundo de tres hermanos: el más flaco, el más débil y el único que no había seguido con la mecánica.
Cuando enfrentaba a su papá, a Alejandro le temblaban las piernas y sentía que el cuerpo no respondía a sus órdenes. Lo mismo que le pasaba cuando sus amigos del colegio se involucraban en riñas y él no los defendía, sino que se hacía a un lado.
“Usted no se vaya a prestar servicio, porque usted es muy cobarde”, le dijo una vez un tío. Y tenía razón: al Ejército no le iba a ser útil un soldado que se pasmara en medio de un combate y que, para colmo, cuestionara las órdenes de sus superiores.
—Señor Parra, ¡que se suba al camión! —insiste el militar.
Alejandro, entonces, logra salir del letargo y le explica al militar que hace dos años radicó una declaración de objeción de conciencia. Como su proceso está en curso, le dice, no se lo pueden llevar.
El procedimiento de las batidas —hoy por hoy, ilegales— es casi siempre el mismo: los militares trasladan a los jóvenes a un batallón en el que les hacen exámenes y les dicen si son aptos o no para prestar servicio. Los que resultan competentes ingresan a la institución en cuestión de días o semanas. Algunos ni siquiera alcanzan a despedirse de sus familias.
Esta no es la primera batida de la que logra escapar Alejandro, ni tampoco será la última. Si no hubiera sido por su persistencia, seguramente habría tenido una suerte similar a la de los jóvenes que en esta escena están montados en el camión a la espera de un milagro que los salve de la guerra.
Cuatro años después de radicar la carta, Alejandro Parra fue declarado objetor de conciencia y recibió luz verde para tramitar su libreta militar. Se había convertido en activista por necesidad y urgencia, y había logrado lo que pretendía: su cuerpo, aparentemente apto para el combate, no tendría que servir a la guerra.
Sin embargo, aún estaba lejos de cerrar ese capítulo en su vida: Alejandro ayudó a crear la Acooc, llevó una tutela hasta la Corte Constitucional para que le permitieran graduarse de la universidad sin tener libreta —porque aunque podía sacarla, no quería pagarle al Ejército— y apoyó, desde su organización, la implementación de cambios y demandas, algunas de ellas fueron recogidas en la Ley 1861 de 2017 o Ley de Reclutamiento. Eso sin contar con las decenas de batidas que detuvo y los cientos de jóvenes objetores que han ayudado como Acooc con sus procesos jurídicos, como a él lo ayudaron alguna vez en Justapaz.
Muchas cosas han cambiado en los últimos veinte años. La objeción de conciencia es un derecho reconocido y regulado y el trámite que a Alejandro le tomó cuatro años, hoy se resuelve en cinco o seis meses. Colombia es un país estadísticamente menos violento, las FARC-EP dejaron las armas y el proceso de paz les ha permitido a muchas víctimas conocer la verdad.
Eso no significa que la espiral de la guerra se haya detenido. En los territorios, el desplazamiento forzado se duplicó en el primer semestre de 2021, según los datos de la Defensoría del Pueblo, y en 2021 las masacres han aumentado 12,9%, de acuerdo con un informe de Indepaz. En los batallones se suicidan en promedio 52 jóvenes por año mientras el gasto militar colombiano se mantiene como el tercero más alto del continente.
La Acooc también ha denunciado el regreso de las batidas ilegales del Ejército en varias localidades de Bogotá, tras una larga ausencia durante la pandemia.
Para Alejandro, un paso indispensable en el camino hacia la paz es generar alternativas a la militarización: “Hay que mostrarle a los jóvenes proyectos de vida distintos para que sepan que el servicio militar no es su destino por ser hombres y ser pobres”, dice.
Este joven sueña con un país en el que nadie esté obligado a empuñar un arma y en el que los jóvenes puedan convertirse en los hombres que quieren ser: “Si quieres ser un hombre tierno, astuto y ególatra a la vez, dale; si quieres ser agresivo, pero no vincularte con el Ejército, será tu decisión. Hay miles de masculinidades posibles… Tú verás cuál quieres construir”.