Aquel que nada conoce no dejará de ignorar que él quiso desarrollar la música de acordeón, y formó el primer complot con su esencia natural.
La historia violenta de subyugación y explotación a la que han sido sometidas comunidades negras e indígenas en el departamento del Chocó son otra muestra del enclave colonial y racista sobre el que fue construído el Estado-Nación.
El engranaje minero mancilló el espíritu de los Embera Katío, expulsó a los Jai y cavó las tumbas de las víctimas de una guerra que aún no cesa.
Primero fue la tierra. De sus venas el indígena comenzó a extraer oro, con respeto, sin prebendas. Cuando el colonizador llegó, importó miles de negros africanos y los esclavizó en los bordes auríferos del río Andágueda. El engranaje extractivo mancilló el espíritu de los pueblos Embera Katío, expulsó a los Jai (o la esencia de las plantas, los animales y las cosas) y cavó en la greda del tiempo las tumbas de las víctimas de una guerra que aún no cesa.
La historias del pueblo Embera Katío del Alto Andagueda y de las Comunidades Negras organizadas en el Consejo Mayor de la Organización Popular y Campesina del Alto Atrato (Cocomopoca), en Bagadó, Chocó, están encadenadas a un pasado colonial y racista que evidencia cómo la presencia de recursos mineros en los territorios es un factor vinculado y subyacente del conflicto armado en Colombia.
Este informe de Caso profundiza en las afectaciones que han padecido los habitantes del primer resguardo indígena del Chocó (1979) y del consejo comunitario de población negra que más tiempo tomó en ser titulado (1999- 2011), por cuenta de las confrontaciones entre grupos armados legales e ilegales en la región durante los últimos cincuenta años. El engranaje de despojo, aunado al fenómeno del testaferrato minero, también ha provocado la desaparición de trece comunidades de Cocomopoca y gestado el desplazamiento de cientos de familias Embera Katío hacia ciudades como Medellín, Pereira y Bogotá.
La constitución del resguardo del Alto Andágueda no disipó los vientos de guerra en la región. En 1980, Luis Enrique Arce, gobernador del Cabildo e impulsor de la solicitud del resguardo indígena ante INCORA, fue asesinado por un grupo de policías de Andes, Antioquia, quiénes arribaron al territorio para expulsar a los indígenas de la mina Morrón, sobre el cual Enrique Escobar aducía ser su propietario.
Una asesora jurídica que trabajó en la zona le contó a la Comisión que los uniformados “llegaron al resguardo del Alto Andágueda a atacar a los indígenas, a decirles que tenían que salirse de la mina, destruyeron las viviendas, y en esa confrontación, pues, matan al gobernador Luis Enrique Arce”. Ese día, la incursión de la Policía dejó el saldo de tres personas muertas y decenas de casas destruídas.
Las crónicas sobre la época más álgida del conflicto en el territorio también describen el alzamiento en armas de los cientos de indígenas Embera Katío que se vincularon a los grupos ilegales que incursionaron en la región. Quien primero tocó la puerta fue el Movimiento Armado Quintín Lame: “La organización estaba a favor de la conformación de un grupo indígena contra los grupos armados. Queríamos una guardia indígena para entender bien cómo nos debíamos conformar para la defensa del pueblo. Con el título del resguardo de 1979, comenzó la lucha para que el resguardo fuera solo indígena. Tenía 50 mil hectáreas”, relató un habitante de este territorio a la Comisión.
Luego, con las llegadas del M-19 y el ELN, los indígenas se vincularon a la confrontación directamente y se mataron entre ellos. Un informe del 2014 de la Unidad para la Atención y la Reparación Integral a las Víctimas (UARIV) señala que dichas confrontaciones afectaron el territorio porque destruyeron tambos, causaron la pérdida de animales de cría y vincularon a la comunidad en la lucha contrainsurgente mediante el reclutamiento de indígenas en las filas insurgentes puesto que los grupos armados instrumentalizan las luchas por el reconocimiento de los derechos etnicoterritoriales y es en este escenario que se promueve la vinculación a los proyectos revolucionarios como vehículo para la transformación y el reconocimiento de la autonomía indígena. También se realizaban pagos, presuntamente, por integrantes del Batallón de Infantería No. 11 Cacique Nutibara, presente en el municipio de Andes Antioquia, y adscrito a la Cuarta Brigada, Séptima División del Ejército Nacional.
La violencia escaló rápidamente. En 1987, el crimen del embera Humberto Montoya, a manos del Indio Chamí, integrante del ELN, propició en una de las peores masacres en la historia reciente del resguardo. La víctima, acusada de usufructuar una mina de oro, era sobrino del jaibaná Gabriel Estévez, quien fue ultimado en compañía de su hijo por los hombres de Chamí, luego de que estos llegaran a reclamarle por el asesinato de Montoya. Al entrar las armas al ruedo, los conflictos no encontraron otra vía que la violencia.
En esa lúgubre noche de 1987, el grupo de Chamí también mató al segundo gobernador de Río Colorado, Gabriel Sintúa, a Fermín Guatiquí y a Muriel Campo, jefe de un grupo paramilitar que buscaba proteger la explotación de las minas del Río Colorado y Cascajero, y que habría sido entrenado por el Ejército.
Estos eventos dejan ver cómo la vinculación de jóvenes y adultos de las comunidades a la confrontación por parte de los grupos armados (M-19, ELN y Ejército) devino en masacre, precisamente porque se trataba de un contexto de despojo histórico y usufructo inequitativo de los recursos mineros. Tan grave fue dicha vinculación que la UARIV (2014) registró once enfrentamientos entre 1987 y 1989, con un saldo de 52 muertos, 30 heridos, 7 desaparecidos y 6 secuestrados; todos habitantes del mismo resguardo.
Los hechos de sangre de este año llevaron a la OREWA a consolidar, en compañía de miembros de la Iglesia, asesores jurídicos y varias instituciones nacionales, un acuerdo de paz intra-étnico entre los miembros del resguardo Embera Katío. No obstante, fuentes consultadas por la Comisión también manifestaron que el EPL coaccionó a las comunidades amenazando de muerte a todo “indígena que matara indígena”. Durante los años que estuvo esta guerrilla en la zona (1989-1990), previo a su desmovilización (1991), ni la Unidad de Restitución de Tierras ni la UARIV identificaron hechos victimizantes atribuibles a esta organización armada.
El listado de los grupos armados ilegales que irrumpieron en el resguardo del Alto Andágueda lo completan el Ejército Revolucionario Guevarista (ERG) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP). Los primeros, disidencia del ELN, surgieron en el Carmen de Atrato liderados por Olimpo de Jesús Sánchez, alias Cristóbal, y desarrollaron una actuación mucho más militarista que incluyó secuestros, extorsiones, quema de buses, retenes, acciones de combate en confluencia con el ELN y las FARC y desplazamientos selectivos.
Las FARC-EP, por su parte, no se haría sentir en el territorio del alto Atrato sino a partir del nuevo milenio. El antecedente fue 1993, el año en que coincidieron la celebración de la Octava Conferencia de las FARC y el mayor hito normativo para los pueblos afrodescendientes de Colombia (la Ley 70). Ese año, la guerrilla creó el Bloque José María Córdoba, el cuál tuvo como límite geográfico las comunidades de Cocomopoca: Yuto, Lloró, Ogodó, Playa de Oro y el municipio de Bagadó (frontera Chocó-Risaralda), también tenia presencia el frente Aurelio Rodriguez, del cuál hacia parte Karina.
Primero llegaron los actores armados, luego la maquinaria amarilla, y con los dos se tejió una red de extracción que devastó el territorio.
El camino de doce años (1999-2011) que transitaron las comunidades negras del Alto Atrato para obtener la titulación del territorio colectivo de Cocomopoca está plagado de travas estatales y ataques de mafias vinculadas a la explotación ilegal de minerales en la región.
En 1990, líderes y lideresas de la Asociación Integral del Atrato (ACIA) denunciaron que la Reserva Forestal del Pacífico, delimitada con la Ley segunda de 1969, invisibilizó a las negritudes al catalogar sus territorios sus como “baldíos de la nación”, y emprendieron una batalla jurídica para evitar que con el discurso del desarrollo económico volvieran a sus comunidades las relaciones que habían explotado históricamnte a sus ancestros.
El poder de la colectividad estaba rindiendo frutos. Con la celebración de la Asamblea Nacional Constituyente, el artículo transitorio 55 consiguió introducir un mandato al Estado para que “las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción”, accedieran a la titulación colectiva de sus territorios ancestrales. La ley 70 de 1993 dio contenido a este mandato y el decreto 1745 reglamentó cómo reconocer y demarcar la propiedad colectiva.
Varias voces consultadas por la Comisión afirmaron que el proceso representó una oportunidad para que las familias afrodescendientes que ya tenían relaciones en los territorios se acercaran aún más entre ellas con el objetivo de conformar una organización que pudiera acceder a la titulación colectiva. De hecho, aunque se opusieron en muchas ocasiones a las determinaciones de los consejos locales en la cuenca del Atrato, en particular en el territorio de Cocomacia, excombatientes las FARC-EP consultados por la CEV manifestaron que ese movimiento armado llegó a ser simpatizante de este hito normativo.
El caso de Cocomopoca es muy importante para el esclarecimiento de la verdad porque la titulación del territorio colectivo sufrió una dilación de más de una década, que coincidió con el incremento en la actividad minera sobre los ríos del Alto Atrato y con la entrega del subsuelo a diversos inversionistas privados por parte de instituciones administrativas del orden nacional, a través de contratos de concesión minera.
El auge de grupos armados en las ciudades con participación de estudiantes universitarios como el M-19, la Autodefensa Obrera (ADO) o el Comando Pedro León Arboleda (PLA) estuvo anclado a un minucioso “trabajo de masas”. La práctica, propia de los movimientos políticos, consistió en el despliegue de propaganda e iniciativas con las que tejían puentes de diálogo con las comunidades y sus necesidades.
El caso de Cocomopoca da profundidad cualitativa a esta reflexión: primero llegaron los actores armados, luego la maquinaria amarilla y con los dos se tejió una red de extracción que devastó el territorio. La minería sería un efecto de la violencia entendida como la disputa territorial que diluye las posibilidades de resistencia de las comunidades al despojo de los recursos de su territorio. Ahora bien, la dilación del título colectivo sí es muy importante porque detrás de ella se ocultaba otra red de extracción. Una red “legal” de intereses de particulares que permearon las operaciones de la fuerza pública en el Chocó, mientras el territorio era devastado con maquinaria amarilla y la solicitud de titulación colectiva de Cocomopoca seguía estancada.
En cuanto al fenómeno del testaferrato, no cabe duda de que esta ha se ha consolidado como una práctica de despojo en Colombia, anclada a factores como la falta de transparencia y división de los actores locales, legado de una lógica colonial y racista. Una de las abogadas de Cocomopoca relató a la Comisión que la mayoría de la información que les brindaron durante el proceso era “falsa o imprecisa” y denunció la existencia de un “testaferrato minero” gracias al cual compañías desconocidas como Capricornio, Azteca y El grupo Bullet pudieron acceder a títulos mineros.
La fiebre por los Estados de Sitio durante los gobiernos del Frente Nacional propició graves violaciones de derechos humanos en las universidades del país.
Los constantes bombardeos, aterrizajes de helicópteros e instalaciones de campamentos que perturban desde hace más de cuarenta años la cotidianidad del pueblo Embera Katío, no solo han expulsado a los Jai (o la esencia de las plantas, los animales y las cosas), también han arrasado con los cultivos de pancoger y provocado el desplazamiento de decenas de familias del Alto Andagueda.
Para el periodo entre 2007- 2015, la UARIV calcula que el Ejército Nacional bombardeó el resguardo once veces, en acciones contra las FARC y el ELN, lo que generó incidentes de desplazamiento forzado atribuibles al Ejército en los años 2012 y 2013. Las unidades identificadas como parte de los operativos son el Batallón Alfonso Manosalva Flórez y soldados de la Séptima División, la Fuerza Conjunta de Acción Decisiva, la Brigada de Selva No. 15, en conjunto con la Fuerza Aérea Colombiana y con el apoyo de la policía judicial del CTI de la Fiscalía.
El Batallón Manosalva Florez hace parte de la XV Brigada del Ejército Nacional, la misma que celebró el convenio de cooperación en seguridad con AngloGold Ashanti S.A. en 2011, compañía a la que la Agencia Nacional de Minería le había otorgado, hasta octubre del 2012, trece títulos mineros a particulares en un área total de 40.000 hectáreas, de las cuales 13.000 se traslapan con el resguardo indígena del río Andágueda, lo que equivale a un 26,21% del total del área del resguardo.
La evidencia es contundente. El vínculo directo entre unidades militares y empresas con concesiones mineras en el territorio del resguardo del Alto Andágueda implicó una grave violación a los derechos humanos y una infracción al DIH (la prohibición del desplazamiento forzado). Mientras se esclarece la responsabilidad compartida del Ministerio de Defensa y las FARC-EP en el desplazamiento forzado por intereses sobre los recursos mineros, este caso aporta una reflexión final sobre los factores de persistencia del conflicto armado en Colombia.
“El desplazamiento no se dio por la pelea de las minas, por las discusiones. El desplazamiento se da porque en el territorio hay una guerrilla, hay unas FARC, ¿cierto?, y hay un Ejército que entra a bombardear. Si no hay bombardeos no hay desplazamiento. No es por la minería (...) Al Katío no le da miedo que haya enfrentamientos, si hay enfrentamientos ellos se esconden, pero bombas, bombas sí. En el año 2004 se empiezan a dar los desplazamientos masivos, el otro por allá como en el 2007, pero el más fuerte fue entre el 2011- 2012. Es que se lograron desplazar más de 3.000 indígenas”, manifestó a la Comisión un sacerdote que acompañó a los indígenas y lideró varios diálogos humanitarios con el ELN.
Es aquí donde se entiende que la emblemática Sentencia 007 de 2014 del Tribunal de Antioquia que suspendió los títulos mineros en traslape con el resguardo del alto Andágueda (una actuación sin precedentes en el país) no proporciona garantías de no repetición del conflicto armado ni del flagelo del desplazamiento forzado.
La nulidad de los actos administrativos para los títulos del resguardo del Andágueda alertó al país sobre el verdadero alcance de los decretos ley de restitución de derechos territoriales para Afrodescendientes e Indígenas. Es así como con la creación del grupo de Asuntos Minero-Energéticos y de Infraestructura (AMEI) se ha buscado limitar la pretensión de Cocomopoca de declarar la nulidad de las concesiones en su territorio.
Seis años de espera por una sentencia de restitución de derechos territoriales para un consejo comunitario al que se le negó la titulación colectiva y con esto el derecho fundamental al territorio por doce años, mientras desaparecieron trece de sus comunidades ribereñas y se coaccionó a la población para intervenir el territorio con maquinaria amarilla para extraer oro, evidencian la reproducción del modelo colonial y racista en Colombia. El eje de configuración del despojo ha sido el tiempo: no se niega el derecho como tal, simplemente se dilata su protección para mantener el sistema de privilegios de quienes negocian el subsuelo en Bogotá o Medellín.