La universidad colombiana y los sectores sociales y políticos que la habitan no fueron ajenos a la violencia política, la estigmatización y la persecusión por parte de agentes armados legales e ilegales.
La violencia anticomunista de la época soldó la enemistad entre la dictadura y los universitarios. Entre 1962 y 2011, 588 estudiantes fueron asesinados
Gonzalo Bravo fue el primer estudiante asesinado en Colombia. La escena de la muerte del estudiante de derecho de la Universidad Nacional, impactado por una bala perdida disparada por el Batallón Guardia Presidencial durante las protestas ciudadanas del 7 de junio de 1929 en Bogotá, está grabada como un símbolo de resistencia en la memoria de los claustros universitarios de Colombia.
El suceso, sementera de la conmemoración del Día del Estudiante en el país, es el primer eslabón de una cadena de hechos violentos que han lacerado a los entornos universitarios desde hace casi un siglo. Homicidios, secuestros, estigmatización, persecución política y convivencia en medio de entramados revolucionarios y contrarrevolucionarios atraviesan los relatos de vida de los miles de estudiantes, profesores y funcionarios que han sufrido los embates del conflicto armado interno colombiano.
El derrotero de esta historia tiene más de setenta años. La violencia política de los gobiernos conservadores de Mariano Ospina y Laureano Gómez sometieron a estudiantes, docentes y trabajadores liberales y comunistas a un régimen autoritario que empotró a la Iglesia en los centros de pensamiento, clausuró los consejos y asambleas estudiantiles y abonó el terreno para que los sectores estudiantiles saludaran inicialmente el golpe militar al gobierno de Gómez liderado por el general Gustavo Rojas Pinilla, el 13 de junio de 1953.
:
La luna de miel duró poco tiempo. El 8 junio de 1954, durante los eventos conmemorativos por la muerte de Gonzalo Bravo, un grupo de estudiantes fue atacado con ráfagas de fusil por miembros de la Policía con quienes habían discutido minutos antes en las instalaciones de la Universidad Nacional, en Bogotá puesto que el secretario le solicitó a los uniformados hacer presencia en la ciudad universitaria para apoyar la salida de los estudiantes, en tanto el rector había ordenado cancelar las clases en la tarde y cerrar los edificios, argumentando en el momento que «ya conocemos por experiencia directa que el tradicional desfile al Cementerio degenera en mítines en la Ciudad Universitaria».
En las horas siguientes, lo que empezó como carnaval se convirtió en tragedia. A partir de la situación del cementerio, los ánimos fueron cada vez más agitados entre estudiantes y uniformados. Según el juez militar asignado al caso: «los Agentes de Policía que llegaron a prestar este servicio al mando del Teniente Nieto fueron recibidos con gritos de “Abajo la Policía”, “asesinos no”, “Váyanse”»'”. La arremetida acabó con la vida del estudiante caldense de Medicina, Uriel Gutiérrez, y desató al día siguiente una serie de manifestaciones que culminaron con el asesinato de otros nueve jóvenes a manos de reservistas del Batallón Colombia.
La violencia anticomunista de la época soldó la enemistad entre la dictadura y los universitarios, definió un espacio político cerrado que propició el fracaso de los acuerdos de paz de Rojas Pinilla y generó cuestionamientos a la legitimidad del Estado entre amplios sectores políticos y sociales del país. Todos estos fueron factores determinantes para el origen del conflicto armado interno en Colombia.
Los estudiantes tuvieron un lugar protagónico en las protestas del 10 de mayo de 1957 que dieron fin a la dictadura. Es por ello que durante los años del Frente Nacional, la educación superior vivió un florecimiento insospechado. Entre 1962 y 1971, los gobiernos dedicaron más del doce por ciento del presupuesto nacional a la educación y ampliaron la cobertura del sistema en las grandes ciudades con la apertura de más de 118.000 cupos y la fundación de once universidades públicas, un tercio de las treinta y dos con las que cuenta el país.
No obstante, la ampliación del sector universitario en los años sesenta a identidades históricamente excluidas, jóvenes, hombres y mujeres de los sectores populares del campo y la ciudad, no socavaron las exigencias del estudiantado por la creación y el fortalecimiento de los Sistemas de Bienestar Universitario y sus batallas contra la intervención norteamericana en la educación, la democracia y la autonomía institucional en el contexto de la Revolución Cubana y las luchas insurgentes por la “liberación nacional” en otros países de América, Asia y África. Estos posicionamientos generaron largas disputas y terminaron por erosionar las relaciones entre los estudiantes y los gobiernos del Frente Nacional.
Fue entre 1978 y 1991 cuando la violencia contra el sector universitario adquirió dimensiones alarmantes. Jorge Wilson Gómez, en su investigación Ambos venimos de morir, susurros acechantes del estudiante caído, contabiliza 259 crímenes contra universitarios en este periodo, siendo los grupos “paramilitares” y los actores “desconocidos” los responsables de por lo menos el 54 por ciento de los registros. Los casos ilustran cómo durante esta época la acción criminal encubierta se masificó en contra de militantes de la izquierda y representan, además, el 44 por ciento (45%) de los 588 homicidios de estudiantes reportados entre 1962 y 2011 en todo el país.
La curva de crímenes y persecuciones contra la movilización estudiantil también se vio impactada por los cambios en las dinámicas del conflicto armado interno. Cruces de bases de datos evidencian cómo la desmovilización de gran parte de las organizaciones armadas de izquierda sólo implicó un descenso en los casos de violencia hasta 1994, año en el que el proyecto paramilitar liderado por los hermanos Castaño convirtió en objetivo militar a los estudiantes de las universidades de la Costa Caribe, Nariño, Bogotá, Antioquia y Santander.
Para el 2003, 82,5% del total de 201 homicidios contra estudiantes en los últimos nueve años habían sido atribuidos a “paramilitares” y “desconocidos”. Las torturas, detenciones arbitrarias y desapariciones de líderes y activistas también aumentaron durante esa época en todo el país. Las arremetidas violentas consiguieron debilitar las manifestaciones y diezmar el espíritu de lucha universitario
“Curiosamente, cuando se desmovilizaban los paramilitares fue el momento en el que más amenazas recibimos”, expresó Elizabeth Montoya, presidenta de Sindicato de Trabajadores y Empleados Universitarios de Colombia (Sintraunicol), durante uno de los espacios de escucha realizados por la Comisión de la Verdad. El testimonio de la dirigente versa sobre el atípico periodo de desescalamiento que, aunque comenzó en el 2004 con la dejación de las armas por parte de las autodefensas, para el 2011 dejaba el preocupante saldo de 74 estudiantes asesinados en todo el país.
A lo largo de la última década, los continuos ataques a los procesos de movilización social en los que decenas de estudiantes han sido asesinados tampoco han conseguido derrocar el espíritu humanista de las universidades y su importancia como escenario de luchas y resistencias por la ampliación de derechos, la paz y la democracia en Colombia.
El auge de grupos armados con participación de estudiantes universitarios estuvo anclado a un minucioso “trabajo de masas”.
La participación activa de los estudiantes en la caída de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla propició el nacimiento del Primer Congreso Nacional Estudiantil y la creación de la Unión Nacional de Estudiantes Colombianos (UNEC), bajo la cual se agruparon sectores del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), del Partido Comunista y otros jóvenes inconformes que en su mayoría integraron más adelante al Movimiento Obrero Estudiantil y Campesino (MOEC). Los ánimos estaban caldeados y el camino hacia la insurgencia parecía despejado.
“El Congreso evidenció un movimiento estudiantil con pensamiento crítico frente al sistema bipartidista que ya se entrevía; de igual forma, reafirmó el compromiso de los estudiantes frente a los problemas nacionales”, escribe Darío Villamizar en una página del libro Las Guerrillas en Colombia: una historia desde los orígenes hasta los confines.
El comité directivo de aquel congreso estuvo liderado por dos futuros revolucionarios: Antonio Larrota y Manuel Vásquez Castaño. El primero, conservador y representante de los sectores secundaristas, dirigió debates en el MOEC sobre la posibilidad de conquistar transformaciones sociales por medio de la lucha armada. Vásquez, por su parte, dejó a un lado su militancia en el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL) y su papel como representante de los estudiantes de la Universidad Libre para irse a estudiar a Cuba con una beca del gobierno de los Castro, en 1961.
El contacto con la experiencia revolucionaria cubana llevó a Vázquez y a su hermano Fabio a fundar a finales de 1962 la Brigada Pro-Liberación José Antonio Galán, semilla de lo que se conoció más adelante como Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Otros sectores, como los ligados al Partido Comunista también tuvieron un lugar en esta historia. Hernando González Acosta y Carlos Ruiz, líderes de la Juventud Comunista Colombiana y estudiantes de la Universidad Libre y el Instituto Popular de Cultura, se unieron en 1962 a las autodefensas de Pedro Antonio Marín y Ciro Trujillo en Marquetalia y Riochiquito. Francisco Garnica, otro alfil de la organización, creó en 1965 el Partido Comunista Colombiano - Marxista Leninista (PCC-ML) e integró más adelante los primeros núcleos de su brazo armado: el Ejército Popular de Liberación (EPL).
Las historias de estos jóvenes que fallecieron años más tarde en operativos militares o fusilados por sus compañeros guerrilleros, son apenas algunos ejemplos de la resistencia armada al Frente Nacional en la que participaron varios sectores estudiantiles del país. Su contacto con las banderas de las revoluciones en China, Vietnam, Albania y Cuba fue trascendental para el diseño de sus apuestas radicales de transformación y de lucha.
El auge de grupos armados en las ciudades con participación de estudiantes universitarios como el M-19, la Autodefensa Obrera (ADO) o el Comando Pedro León Arboleda (PLA) estuvo anclado al desarrollo del “trabajo de masas”. Esta práctica, propia de los movimientos políticos, que consiste en el despliegue de iniciativas dirigidas a las comunidades en donde se pone en diálogo la política de la organización y las necesidades e intereses de la comunidad.
La caída del Frente Nacional también ambientó el florecimiento de células insurgentes en las universidades. De acuerdo con el relato de un ex alumno de la Universidad del Valle, en los años 70 “había mucha influencia del Partido Comunista, en la universidad estaban Los Elenos, estaban estos del EPL, los ML, los que les decían Marxistas Leninistas, estaban estos manes de las FARC. Los del EPL y las FARC eran como muy clandestinos, muy encerrados”.
Otro estudiante, integrante de la organización política Frente Patriótico de Liberación (FPL), impulsada por el PCC-ML, contó a la Comisión que los militantes de este movimiento dividían sus días entre la “actividad de educación política y de inserción en diferentes sectores: sindicalistas, populares y movimiento estudiantil”, y el estudio de la historia, la economía y la “propuesta que tenía el PCC- ML, que era una transformación social con miras al socialismo, a través de la lucha armada. Eso era lo que planteaba en ese momento el PCC-ML, que tenía su brazo armado que era el EPL (Ejército Popular de Liberación)”.
La coexistencia entre organizaciones legales e ilegales dentro de los entornos universitarios también fue utilizada para estigmatizar a todas las formas de activismo estudiantil. Se construyeron narrativas en las que se presentaba la acción política y gremial de estos sectores como expresión de una “insurgencia civil” que las Fuerzas Militares enfrentaron como si se tratara de su enemigo en una guerra interna, estas arremetidas generaron graves afectaciones a los derechos humanos en los entornos universitarios.
Los hilos internacionales de los levantamientos se tensaron con más fuerza a finales de los años setenta. A partir de 1978, alrededor de 1.500 personas, entre ellos estudiantes universitarios, periodistas, activistas políticos y, entre estos, militantes de organizaciones armadas, se inscribieron como voluntarios para ir a Nicaragua y pelear en la guerra desde las filas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Las experiencias y tecnologías importadas de esta experiencia impactaron la historia de la acción colectiva violenta del movimiento estudiantil y de las guerrillas con la introducción de estrategias propagandísticas y el uso de explosivos artesanales como las “papas bomba”.
Sin embargo, la expansión de las insurgencias armadas en las universidades y principales ciudades del país también implicó la utilización desproporcionada de jóvenes en el desarrollo de actividades militares para las cuales no estaban preparados. “Muchos cayeron en operativos, presos, muertos… de la Universidad del Valle, de la Nacional, es algo que fue a otro costo. El Estado puede decir «no es culpa de nosotros, la gente se metió porque quiso», pero fue un costo del cierre de la universidad, porque la gente se involucró más y terminó como carne de cañón, terminó muerta”, contó una estudiante de la época, su relato está depositado en el informe Reventando silencios: memorias del 16 de mayo de 1984.
Aunque durante los años noventa se desmovilizó buena parte de las organizaciones armadas del país, las FARC-EP, contrariando las mareas históricas, fortaleció con los Frentes Urbanos su presencia en las universidades y sometió a las instituciones a formas de violencia sin precedentes. En septiembre del 2020, miembros del antiguo secretariado de esa guerrilla asumieron la responsabilidad ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Comisión de la Verdad en los atentados en los que perdieron la vida el político y profesor de la Universidad Sergio Arboleda, Álvaro Gómez Hurtado, el 22 de noviembre de 1995; y el profesor de la Universidad Nacional, Jesús Alberto Bejarano, el 15 de septiembre de 1999. No obstante, lo declarado por los exguerrilleros dejó dudas entre la familia de Gómez, por lo que será la JEP la institución encargada en esclarecer definitivamente lo ocurrido.
La presencia de las insurgencias en las universidades en las últimas dos décadas ha tendido a marginalidad. Los registros de paradas militares con personas armadas, como la incursión de militantes de las FARC en la Universidad de Antioquia en 2008, o la de miembros del ELN en la Universidad Nacional sede Bogotá en 2010, difieren en proporción y magnitud a las presentadas durante los años más convulsionados del conflicto armado interno en Colombia.
La fiebre por los Estados de Sitio durante los gobiernos del Frente Nacional propició graves violaciones de derechos humanos en las universidades del país.
La fiebre por los Estados de Sitio decretados por los gobiernos del Frente Nacional propició graves violaciones de Derechos Humanos en las universidades del país. Entre 1965 y 1975 fueron declarados en Colombia cuatro Estados de Sitio con ocasión de la protesta y movilización de los estudiantes. Fue así como La Fuerza Pública pasó a convertirse en una gran amenaza para los jóvenes: asesinatos, torturas, ejecuciones extrajudiciales y detenciones masivas y arbitrarias fueron realizadas bajo el manto de impunidad que representaba la Justicia Penal Militar.
Las masacres perpetradas por miembros de la Fuerza Pública en universidades de Montería, Cali, Medellín y Bogotá durante la segunda mitad del siglo XX dan cuenta de una macabra dinámica nacional que implicó la intervención violenta del Estado en los conflictos propios de las instituciones.
Enfrentamientos entre estudiantes y miembros de la Fuerza Pública. Foto: Archivo El Espectador.
La línea de tiempo comienza en 1969. Investigaciones periodísticas dan cuenta de cómo fue lo ocurrido el 13 de marzo, cuando miembros de la Fuerza Pública asesinaron a seis estudiantes de Lorica y Montería (Córdoba) que salieron a las calles para exigir que el Instituto Tecnológico Agrícola no fuera trasladado al municipio Cereté, por las consecuencias económicas que para ellos representaban. Aunque otras voces aseguran que durante ese mismo año fueron detenidos 13 estudiantes, en sucesivos reportes oficiales no se explica qué pasó con ellos.
Dos años después, las manifestaciones convocadas por estudiantes de la Universidad del Valle para rechazar la elección de ingeniero Julio Mendoza como decano de la división de Ciencias Sociales y Económicas, fueron respondidas en la madrugada del 26 de febrero con la intervención de miembros de la Policía Militar que arremetieron violentamente en la concentración. El hecho dejó un saldo de ocho personas asesinadas y decenas de heridos. No obstante, algunas fuentes estiman que la cantidad de fallecidos ascendió a 15 o 30, entre ciudadanos y estudiantes.
Los consejos de guerra contra estudiantes también dominaron los entornos universitarios de la época. De acuerdo con el informe 50 años de violencia y resistencia en la Universidad de Antioquia, el 15 de octubre de 1971, tres de los doscientos alumnos que se habían tomado algunos edificios del campus para adaptarlos como viviendas y exigir la creación de residencias estudiantiles fueron “declarados culpables y condenados a un consejo de guerra verbal en la IV Brigada por el crimen de apología al delito y delinquir”. Fue en el marco de estas protestas para exigir la creación y el fortalecimiento de los Sistemas de Bienestar Universitario donde también se presentó una andanada de ataques y persecuciones contra las organizaciones de estudiantes en todo el país.
La campaña nacional de criminalización y estigmatización de la movilización social y las ideologías de izquierda también afectó a docentes y trabajadores universitarios. Varias voces manifestaron a la Comisión haber sido víctimas de violencias y persecuciones judiciales por su defensa de los Derechos Humanos y la conformación de organizaciones como el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos en Colombia.
El “peligro” que identificaban estas posiciones conservadoras respecto a la protesta social y las posturas de izquierda se hizo más visible tras los acontecimientos del paro cívico de 1977, jornada en la que la acción de la Fuerza Pública cobró por lo menos 24 vidas, entre ellas las de siete estudiantes. Según el informe Memorias de la Universidad Nacional, “el paro generó una lectura común entre los extremos políticos de una situación casi insurreccional, pero con conclusiones opuestas: estimular el levantamiento popular para la izquierda o aniquilar esa posible insurrección para la derecha”.
Esta lectura daría marco y sentido a la estrategia de defensa del gobierno de Julio Cesar Turbay, condensada en el Estatuto de Seguridad, entre 1978 y 1982. Un estudiante antioqueño de la época le contó a la Comisión que esa política representó un “permanente encarcelamiento de dirigentes, de luchadores populares, de gente inclusive inocente que estaba ahí en las batidas y en los enfrentamientos con la Policía”.
Durante ese periodo, a la par de las capturas masivas de estudiantes, los agentes del Estado desarrollaron detallados allanamientos en las casas de los jóvenes. Los materiales políticos encontrados en las viviendas sirvieron, junto a las declaraciones obtenidas en medio de torturas, como parte de las pruebas que posteriormente fueron presentadas en los tribunales militares.
Una de las víctimas consultadas por la Comisión manifestó que los estudiantes detenidos “sufrieron ahogamientos con la utilización de trapos mojados sobre sus caras” y eran “obligados a permanecer parados durante el día y a estar desnudos de manera forzada”. Las mujeres, de otro lado, eran sometidas a un ambiente constante de amenaza verbal, física y simbólica de violencia sexual.
Las denuncias por violaciones sistemáticas de derechos humanos por parte de la Fuerza Pública no disminuyeron el carácter bélico de las arremetidas contra las manifestaciones universitarias. El 16 de mayo de 1984, en medio de una jornada de protesta por la tortura y el asesinato del líder estudiantil, Jesús Humberto León Patiño, se dio una confrontación con la Policía en el campus de la Universidad Nacional en la que participaron, según el informe Reventando silencios: memorias del 16 de mayo de 1984 en la ciudad universitaria, algunos militantes de organizaciones armadas.
En medio de la confrontación, miembros de la Policía Disponible, el Escuadrón de Motorizados, el F-2 y el Grupo de Operaciones Especiales de la Policía ingresaron disparando a la institución, hirieron de bala por lo menos a cinco estudiantes y detuvieron a 81, la mayoría de ellos víctimas de malos tratos y tortura.
Operativos militares contra estudiantes de la U. Nacional, 16 de mayo de 1984. Foto: Archivo EL Espacio.
El caso anterior es muestra de un trágico patrón que se repite con frecuencia en Colombia: primero, se establece un ciclo en el que un universitario es asesinado. Luego, algunas de las manifestaciones de denuncia y rechazo contra el crimen derivan en enfrentamientos en los que la respuesta militar, al contrario de rectificar, se hace más violenta.
Con la creación del ESMAD en 1999 comenzó otra fase del conflicto armado en los entornos universitarios. Documentos revisados por la Comisión evidencian muertes de estudiantes causadas por golpes, balas o “recalzadas”, que implican la reutilización de cartuchos de gas lacrimógeno, rellenado con pólvora, canicas, puntillas y otras formas de metralla capaces de causar daño letal.
Fuentes entrevistadas por la Comisión han manifestado que el discurso del “enemigo interno” que vincula desde mediados del siglo pasado a la movilización estudiantil con la acción violenta e ilegal de las insurgencias, ha producido una victimización de la universidad “en la medida que esta fue estigmatiza y los estudiantes señalados de guerrilleros. Esto se ha convertido en una marca que perdura hasta el día de hoy (…) La represión ha sido contra todo el estudiantado”.
El balance no deja de ser alarmante. Investigaciones de la Liga Contra el Silencio apuntan que entre 1999 y 2019 fueron asesinados 43 personas por miembros del ESMAD. Las principales víctimas han sido campesinos, indígenas, transeúntes, dirigentes afro y estudiantes universitarios.
El fenómeno paramilitar afectó la movilización social y la convivencia pacífica en varios entornos universitarios del país.
Durante los años ochenta, organismos de inteligencia de la Fuerza Pública y sectores del narcotráfico se aliaron en torno a la construcción de iniciativas como el grupo Muerte a Secuestradores (MAS), y desataron un periodo de terror en las universidades con la masificación de la tortura, asesinato y desaparición forzada de decenas de personas.
Este entramado contrarrevolucionario, que se extendería hasta finales de los años noventa, sufrió varias modificaciones a comienzos del nuevo milenio gracias a la articulación con políticos regionales y autoridades universitarias, principalmente en los departamentos de la Costa Caribe, en donde la acción paramilitar organizó la violencia política y buscó financiarse a partir de la captura de rentas de las instituciones educativas.
Revise a continuación cómo el fenómeno paramilitar afectó la movilización social y la convivencia pacífica en varios entornos universitarios del país.
Aunque el fenómeno del paramilitarismo también se presentó en otras regiones y universidades del país, tuvo importantes variaciones en cuanto a sus motivaciones y al tejido de alianzas con las administraciones y poderes locales. Si bien estas alianzas existieron, su motivación principal fue la articulación de la violencia política en contra de docentes, trabajadores y estudiantes, y no necesariamente implicó el control institucional de las universidades y la captura de sus rentas.
Los sectores universitarios se han vinculado decididamente a luchas cívicas, ambientales y populares, locales y nacionales.
Además de sus propias agendas sectoriales por la defensa y ampliación del derecho a la educación, los sectores universitarios se han vinculado decididamente a luchas cívicas, ambientales y populares, locales y nacionales, que abundan desde los años sesenta.
Un ejemplo de ello fue el Movimiento Universitario de Promoción Comunal (MUNIPROC), liderado por Camilo Torres entre 1958 y 1964, como una apuesta de juntar el conocimiento de los y las universitarias con la experiencia propia de las comunidades de la creciente urbanización de la cuenca del Tunjuelo y sus necesidades inmediatas. El vínculo continuó en los años setenta y ochenta, tiempo durante el cual estudiantes de todo el país formaron comités cívicos para apoyar la organización y lucha de los barrios populares.
En la década de los 80, además de movilizarse y fomentar espacios organizativos para la denuncia de las olas de crímenes de las que fueron víctimas los sectores universitarios, las comunidades estudiantiles aportaron decididamente en las coyunturas de negociaciones de paz.
Sin embargo, la conformación del Movimiento Estudiantil por la Constituyente, durante los diálogos de paz entre las guerrillas y el gobierno de Virgilio Barco, y su posterior participación en las discusiones públicas del proceso de paz del Caguán, también implicó ser víctimas de amenazas y estigmatización por parte de grupos paramilitares.
La Comisión tuvo la oportunidad de escuchar múltiples voces de docentes, estudiantes y trabajadores, que contaron cómo, en todo el país, implementaron estrategias en lo cotidiano para cuidarse unos a otros ante las fallas de las instituciones del Estado en su función de preservar la vida de los jóvenes amenazados. Las víctimas de atentados fueron resguardadas en las casas de sus compañeros o protegidas por estudiantes que tuvieron que aprender a ser escoltas.
Por otro lado, con motivo de la violencia paramilitar que sufrieron las instituciones de la costa, al interior de la Universidad de Córdoba, la del Atlántico y la Popular del Cesar, se conformaron distintos comités e iniciativas que lucharon por el reconocimiento de los claustros y las comunidades como Sujetos de Reparación Colectiva en el Registro Único de Víctimas.
A pesar de estas conquistas a nivel institucional, es importante señalar que las iniciativas de reconocimiento, reparación y memoria agenciadas desde las Universidades, como instituciones, han sido realmente escasas.
A nivel de las comunidades universitarias, en cambio, abundan los ejercicios de memoria que recuerdan a las víctimas de la violencia. Esto a partir de ejercicios de movilización, denuncia y marcación de lugares de memoria con la instalación de placas y murales, entre otras manifestaciones.